Carlos camina por la calle pero no ve a los costados. Se
choca contra las personas que pasan a su lado pero no hace contacto visual. Se
acuesta con malas mujeres pero no vincula el alma. Se acuesta con buenas
mujeres pero no vincula el cuerpo. Mira el fútbol pero no festeja los goles.
Bebe hasta la inconsciencia pero no se emborracha. Fuma durante todo el día pero
no lo hace hábito. Carlos trabaja pero no lucra. Viaja pero no conoce. Escucha
música pero no se conmueve. Acaricia a su gato pero no se enternece. Fuma
marihuana pero no se coloca. Se baña pero no deja de sentir asco. Carlos lee
pero no recorre, aprende pero no asimila. Carlos camina por los oscuros callejones
de la ciudad desnuda, pero no siente miedo. Carlos ya no se conmueve, ya no se
entristece, ya no grita, ya no llora, ya no se alegra y tampoco sufre. Cosas de
la apatía, eterna compañera de vida que mira a Carlos desde los cristales y se
ríe, se conmueve, lo ama, se eriza, se excita, se embriaga, aprende, seduce y
manipula. Está extasiada, Carlos se desmorona.
Un poco de nada
Esto no es académico ni periodístico, es humano.
miércoles, 15 de junio de 2016
lunes, 4 de enero de 2016
Quito posmoderno y las sonrisas rotas
Con lo irresoluto de esa sonrisa que no terminó de dibujarse
tras ese intento fallido. Luego de ese romance incompleto. Los días juntos
nunca fueron suficientes para que la alegría sea perenne. Aún eres parte de mi
cuerpo. Mi apatía tiene tu nombre. Qué difícil fue volverme a construir luego
de que nuestras vidas casi se entrometieran.
La calle tiene su aliento. Las personas inician un nuevo
año, igual al anterior. Trabajar para sobrevivir. Lucrar para solventar vicios
y placeres propios. Esta ciudad se ha vuelto gris.
Una mujer espigada se atraviesa por mi camino e interrumpe
el quinto sorbo de este café negro, cosechado por manos explotadas en los
campos colombianos. No es una belleza devenida del eurocentrismo, más bien, sus
largas piernas, su esbelta figura y su lúgubre y florida vestimenta la hacen
bella para un gusto gótico. No me regresa a ver. Se larga.
Una pareja pelea, parece que el amor ha caducado. Dentro de
mí, surgen unas incontrolables ganas de acercarme y darles la bienvenida a la
oscuridad con la que se teñirán sus historias en los días venideros, cuando
sientan la mutua ausencia y tengan que reconstruirse fuera del confort. Un
músico y una histérica. Él, impetuoso, dice que no soporta el hecho de que ella
no esté dispuesta a ceder, necesita volver a hacer las cosas que le gustan y
ella lo bloquea. Ella mira en todas las direcciones, susurra y me mira con timidez.
Se percató que soy parte de ese momento tan íntimo al que no fui invitado. Me
ve con complicidad, como si supiera que mi intromisión silenciosa no tiene otro
sentimiento que la condescendencia. Todo termina con un profundo, energético y
eterno abrazo y un beso de hasta siempre que contiene una mágica belleza
antinatura.
Cuántas sonrisas rotas ha dejado Quito y su barroca posmodernidad.
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